Itata.
Me
perdí en un momento,
dejé
que se escaparan
a
través de la ruta
los
desiertos del alma,
las
lágrimas que deje atrás,
las
palabras guardadas
sin
ser enunciadas.
Las
ondulaciones del camino.
Los
verdes recodos del campo
entre
las nieblas del tiempo,
me
abstrajeron de mis tormentas.
Arauco
era la tierra
cubierta
en verde, soñada
sobre
las lluvias del tiempo
y
que ahora rodeaba mis pasos
que
se insertaban
entre
los habitantes entroncados
hace
ya largos años en este terruño
de
históricas relaciones y
desencuentros
totales.
Pero
estos no eran los
campos levantados en libertad
con
la fuerza de Caupolican y Galvarino.
Estos
olían a destierro,
a
movimientos errantes,
a
verdes arboledas
bajo
el signo de la barraca,
de
la condena inminente y vaticinada.
Bruscamente
el asfalto
me
hace como nunca sentido
en
un tiempo de materialidad
milimétrica
y días numerados.
Y es
que aquí se agitan tormentas
duras,
arrastradas entre
modernidades
inconclusas
e
identidades quebradas.
Desearía
reconciliar la totalidad
de
esta tierra y este presente
que
ante mis ojos reclaman
su
verdad más evidente.
Y en
mi pluma espero descanse
la
necesidad de nuevas miradas,
pues
ahora solo soy un pequeño
forastero
sumergido en el mar
de
esta tierra relatada
en
hidalga pluma punzante,
entre
hierros sangrentada
despojada
y resistida.
Me
alejo con promesa
de
alzar mi voz cuando
sea
necesario y aun mis manos
ciudadanas
de orillas nuevas,
levantar
por dar señal de este
atropello
que sacude la naturaleza
de mi pueblo, de mi raza, de mi tierra.
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